04 Nov 2016

Por: Orlando García Duarte, seminarista (Segundo de Teología)

El Señor, nuestro Dios, me ha permitido crecer en el seno de una familia católica. La integran mi padre, el señor Eduardo García y mi madre, la señora Norma Angélica Duarte, que aún gozan de vida y salud gracias a Dios; además, mi hermano mayor, Karim, casado y padre de familia, y mis dos hermanas menores Estefanía y Carolina.

A mis 16 años nunca le había platicado a mi familia sobre alguna inquietud vocacional-sacerdotal, ni siquiera me había pasado por la mente. Mi proceso de discernimiento lo llevé, la mayor parte, con mi párroco, el Pbro. Alejandro Leal, pero también asistí a los últimos retiros del Proceso Vocacional.

Cuando llegó el momento de decirles a mis papás que había tomado la decisión de entrar al seminario (a los 18 años), la primera vez que lo hice, estábamos cenando y viendo la tele, por lo que el tema se diluyó rápidamente.

Para la segunda vez, al enterar a mis padres que ya faltaba un mes para entrar al seminario, tocamos el tema en su dormitorio.

No olvido lo que me dijo mi papá: “¿Estás seguro de querer ser sacerdote? Porque si vas a entrar, le tienes que echar muchas ganas. Prefiero un buen cristiano a un mal sacerdote”. Yo le respondí: “Sí, pa, te prometo que le echaré ganas hasta llegar a ser Papa” (obviamente no sabía lo que decía). Esta expresión mantuvo a mis papás con el pendiente, ya que pensaban que mi vocación era una “llamarada de petate”.

Mi papá y mis hermanos lo asimilaron más rápido que mi mamá. Casi todos los domingos del primer semestre de mi etapa en el Seminario Menor, cuando me dejaban en el seminario, a ella se le salían las lágrimas al despedirse. Creo que algo que nos ha ayudado mucho para asimilar este proceso y para no olvidar que en Dios la familia estamos juntos, es despedirnos con una bendición. Tal práctica no la realizábamos antes, pero desde que ingresé al Seminario lo seguimos haciendo hasta la fecha.

Con el tiempo fui dándome cuenta cuán importante es la familia en la formación sacerdotal: cuando en mi familia había algún conflicto o problema de cualquier tipo, “se me bajaban las pilas” y, por lo contrario, cuando mi familia estaba feliz, yo también lo estaba y era una experiencia que me mantenía con energía toda la semana.

Dios me ha ayudado a entender que no existe una familia “perfecta” en la tierra, que siempre podrá existir una situación que nos mueva el interior, y que, sobretodo, Él está conmigo y con mi familia. No estamos solos en lo que vivimos. Cada situación y experiencia con mi familia, buena o no tan buena, me han ayudado a crecer de uno u otro modo.

El Señor no se equivocó al regalarme la familia que hoy tengo. Por medio de ella, principalmente, me ha dado las herramientas que necesito, la fe y el amor, para responder con alegría en este llamado que Él me ha hecho. No podría separarla de mi formación; siempre ha sido un gran regalo, una gran bendición.