13 May 2016

HELLO! 1

Por: Reynaldo Lázaro, seminarista.

“Si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe” (1 de Corintios 15, 14). Estamos en un tiempo privilegiado, lleno de gozo y alegría por la Resurrección del Señor, que nos trae vida en abundancia. Este año jubilar de la Misericordia y toda nuestra vida, se nos invita a vivir como verdaderos testigos de la Resurrección. Salir al encuentro de nuestros hermanos y ser promotores de gracia, misericordia y vida.

Tenemos que ir al encuentro profundo con el rostro misericordioso de Cristo, poder contemplar su mirada, su rostro y su cuerpo sufriente a través de nuestros hermanos en condiciones más vulnerables. Aún y cuando experimentemos nuestra flaqueza humana, un sentimiento de impotencia ante el sufrimiento y el dolor de los demás, busquemos ser testigos de misericordia por la gracia y el amor de Dios. El encuentro con nuestros hermanos más débiles, debe ser una experiencia de la misericordia de Dios. Contemplar a cada uno de los hermanos es contemplar a Cristo viviendo su Pasión, Muerte y Resurrección. Participar y vivir el triduo pascual en cada uno de ellos: en los enfermos, los indigentes, los ancianos, los niños, los muchachos en rehabilitación, etcétera; tenemos que comportarnos como un verdadero prójimo y traspasar las barreras de la indiferencia y acercarnos a sanar y cubrir las heridas, teniendo una mirada contemplativa y una obra activa de misericordia para ellos.

Debemos dejar aún lado nuestro egoísmo y no encerrarnos en nuestra propia experiencia de Resurrección, tenemos que ser verdaderos testigos y ser como los primeros discípulos del Señor Jesús: “dar a conocer lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos… se los anunciamos ahora” (1 Jn 1, 1-3). Hoy en día, muchos hermanos nuestros están pasando por momentos de sufrimiento y dolor; son momentos en que se unen a la Pasión y Cruz de nuestro Señor Jesucristo. Nosotros como discípulos y seguidores del Señor Jesús, debemos estar atentos a la voz de Dios que nos habla a través del dolor y del sufrimiento de nuestros hermanos. Debemos acompañarlos en su pasión, siendo misioneros de misericordia y testigos de la Resurrección. Llevémosles aliento, esperanza, caridad y la vida plena transmitida en Cristo Jesús. “Porque la Misericordia del Señor es eterna, aleluya” (Salmo 135).

20 Oct 2015

HELLO! 1

“Hagan esto en memoria mía” (1Co. 11,24b.25b) son las palabras que resonaron en el corazón de los primeros apóstoles y discípulos del Señor, y que movieron a todas las comunidades de creyentes después de la Pascua de Jesús, a seguir reuniéndose a celebrar la Eucaristía, o lo que, más precisamente, ellos llamaban la fracción del pan.

La celebración de la Misa tiene no sólo un peso tradicional, sino que conjuga una gran cantidad de elementos que son significativos para los cristianos y que efectivamente transmiten la gracia de Dios a los creyentes.

Al recibir la Eucaristía nuestra persona se nutre con el cuerpo y la sangre del mismo Jesucristo, presente en las especies del pan y del vino que han sido “eucaristizadas”, o dicho de otro modo, sobre las cuales se ha hecho la oración de acción de gracias con las palabras que usó el mismo Cristo aquél día en la última cena con sus discípulos. Y no sólo repetimos las acciones o palabras que Jesús hizo hace dos mil años, sino que al vivir la Santa Misa, hacemos presente en nuestro tiempo aquel momento y aquella gracia que Jesús ha derramado por medio de las especies eucarísticas.

Y si aun así te queda duda sobre la radical importancia de reunirse en comunidad para vivir la Misa, estas palabras de San Ignacio de Antioquía, que dirigió en una carta a los efesios, te podrán ayudar:

Pongan empeño en reunirse más frecuentemente para celebrar la eucaristía de Dios y glorificarle. Porque cuando frecuentemente se reúnen en común, queda destruido el poder de Satanás, y por la concordia de vuestra fe queda aniquilado su poder destructor. Nada hay más precioso que la paz, por la cual se desbarata la guerra de las potestades celestes y terrestres. (S. Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 13)

Es así que estas puntuales pero enriquecedoras enseñanzas bíblicas y de los santos padres nos lleva a plantearnos varias cuestiones sobre nuestra vivencia de la Eucaristía:

  • ¿Cuándo asisto a Misa tengo conciencia de todos los elementos significativos que se han ido pasando de generación en generación a lo largo de la historia y que nos llegan hasta nuestros días con un gran valor espiritual?
  • ¿Participo en la Misa creyendo que yo también estoy celebrando el misterio pascual de Jesús, o pienso que sólo el sacerdote tiene un papel protagónico?
  • En las primeras comunidades la fracción del pan tenía una fuerte dimensión social. Es decir, el recibir el cuerpo y sangre del Señor se traducía en una vivencia fraternal alegre y generosa para con el prójimo. ¿Soy verdaderamente cristóforo (es decir, portador de Cristo) fuera del templo, después de comulgar, para con los demás, o me quedo en un “engolosinamiento” espiritual sin repercusión en las relaciones con mi entorno?
  •  ¿Me siento en familia con los hermanos que me rodean cuando estoy en el templo en la celebración eucarística?
  • ¿Experimento en la comunidad cristiana a la que pertenezco, al celebrar la Eucaristía, la fortaleza y apoyo para sacar adelante las situaciones difíciles de la vida o las tentaciones que buscan alejarme de Cristo? ¿Fomento yo esta “red” de apoyo espiritual y/o material, a imitación de las primeras comunidades creyentes?

 

Sin duda, la Eucaristía, como decía San Ireneo de Lyón, es la que “da solidez a lo que creemos” (Contra los herejes, IV,18,5). Conocer su origen e importancia nos permite recuperar la memoria histórica de este valiosísimo sacramento que custodia la Iglesia como tesoro más grande.

 

 

Por: Seminarista Darsving O. Ehrenzweig

27 May 2015

HELLO! 1

Formamos parte del Seminario de Monterrey

 

Muy queridos hermanos y hermanas que formamos la gran familia del Seminario de Monterrey:

Me gustaría reflexionar de qué modo nosotros, seminaristas y sus familias, empleados, maestros y sacerdotes, formamos o estamos llamados a formar una gran familia del Seminario. Decirlo es muy fácil, pero vivirlo es en verdad un gran desafío que como Rector veo y deseo enfrentar con fe y esperanza. Nuestra realidad como Seminario no escapa de la problemática actual que vive la familia de hoy, como lo explica el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii Gaudium: “la familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales.

En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a sus hijos” (Evangelii Gaudium 66). ¿Qué significa que los vínculos son frágiles? Significa que nuestras relaciones se quiebran, lastiman y destruyen fácilmente.
¿Qué ocasiona esta fragilidad? El mismo Papa explica que es el “individualismo” el que “favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares” (Ibíd 67). El individualismo es la actitud de aislarnos, de no pensar en los demás, de creer que somos auto-suficientes. Es muy probable que esa actitud sea fruto de heridas emocionales que hemos sufrido en nuestra propia familia ya que a veces, aun sin darnos cuenta, hacemos o decimos cosas que lastiman aun a quienes amamos. Imaginemos las heridas interiores cuando hemos sido lastimados por alguien de la familia a quien parece no importarle nuestra vida ya que nos abandonó o simplemente mostró muy poco cariño o interés por lo que nos sucedía. Heridas similares las vivimos cuando, en la Iglesia, no recibimos en momentos difíciles, la atención y buen trato que esperaríamos de un sacerdote.

Eso mismo que sucede en las familias y las parroquias sucede a veces también en el Seminario cuando aun sin pretenderlo, nos lastimamos unos a otros por indiferencia o por actitudes poco fraternas.
¿Somos en verdad una familia? Los discípulos y Jesús en los evangelios, forman en verdad una nueva familia en la fe que no se excluye la familia de sangre: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Pregunta Jesús a quienes le insisten en que su parientes lo buscan, “y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: <¡Ahí están mi madre y mis hermanos! Cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre>” (Mt 12, 49-50). Los formadores en nuestro legítimo deseo de exigir a los futuros sacerdotes disciplina y honestidad, corremos el riesgo de mirar nuestra relación con ellos como “vigilantes” y olvidar que son en verdad nuestros “hermanos menores” y parte de nuestra familia; lo mismo puede suceder al seminarista cuando olvida que el formador, también ha dejado todo por Cristo y que, como sucede con un padre o una madre, aprendemos nuestro papel educador en la práctica cometiendo errores involuntarios. Este tipo de relación familiar que conviene aprender en el Seminario, será la mejor preparación para nuestra relación con el Pueblo de Dios al que serviremos. Así compara el Papa Francisco la relación de un sacerdote con la gente: “El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía” (ibíd. 139) y en general en las relaciones pastorales del sacerdote con los fieles. Por ello, explica el Santo Padre Francisco, “la acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales… insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2)” (Ibíd 64).

Este es el desafío que enfrentamos en la sociedad, en la Iglesia y en el Seminario: Lograr no sólo vernos como familia, sino construir relaciones fraternas fundamentadas en el Evangelio que nos enseña que tenemos todos un solo Padre y que entre nosotros somos hermanos (Cfr. Mt 23,9). Este es mi sueño, y estoy seguro que es el sueño de muchos seminaristas y formadores: que lleguemos, como familia del Seminario (empleados, maestros, alumnos y formadores), a amarnos fraternalmente y sanar heridas que como toda familia tenemos.

Salgamos sin miedo del individualismo que nos aísla de los vínculos fraternos y superemos, si fuera el caso, el llegar a sentirnos en el Seminario como simples funcionarios o usuarios de la institución.

 

¡Somos una gran Familia en la fe!

¡No nos dejemos robar la fraternidad!

 

Pbro. Juan Carlos Arcq.

Rector del Seminario de Monterrey