… la misericordia está en el Cielo y a ella se llega ejerciendo

misericordia en la tierra (Sermón sobre la misericordia, Cesáreo de Arlés)

Decía este santo nacido en suelo de la actual Francia allá alrededor del año 500: Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Dulce es el nombre de la misericordia, hermanos; y si lo es el nombre, ¡cuánto más lo será la realidad! Aunque todos los hombres quieren tenerla, por desgracia no todos obran de manera que merezcan recibirla: todos quieren recibir misericordia, pero pocos son los que quieren darla.

(…) Dios tiene frío y hambre en todos los pobres de este mundo, como Él mismo afirma: cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis (/Mt/25/40). Dios, que se digna dar desde el Cielo, quiere recibir en la tierra. 

A lo largo de la historia, hombres y mujeres han visto en Jesucristo no solamente a un intercesor divino, una especie de mago sacando ‘milagros’ de su sombrero, sino a un ejemplo a seguir, un hermano mayor. Las primeras iglesias veían en el amor fraterno, en la caridad en su sentido más profundo, el reflejo de haber aceptado al Dios de Jesús como nuestro Señor: en su sentido del único jefe político (social) que vale la pena.

Hoy, como una nueva Marta, muchos viven la misericordia trasformada en acción. Desde Cipriano o Jerónimo hasta las órdenes religiosas nacidas en los 1600s en Francia, la convicción es que la misericordia nos ha sido dada, pero debe ser entregada, compartida. Algo así como la fe volviéndose obras.

La diferencia esencial con la primera vía está en que nos sabemos amados antes de cualquier merecimiento nuestro, por el Dios revelado en Jesús de Nazaret y, por ello, comprometidos a ser misericordiosos. En la Pascua _así con mayúscula_, vivida en Egipto, no fue la justicia, sino la iniciativa de un Dios que está por su pueblo el que se hace presente. No tuvieron que ‘ganarse’ el favor de un dios, Él ya está con nosotros.

La misericordia ha sido iniciativa de un Dios que, desde el día de la creación, no deja de ser ofrecida a la humanidad. El Santo de Israel no tuvo miedo a acercarse, aún en los momentos de mi más grave pecado. Es lo que cantamos en el Miserere. Junto a aquel leproso que temiendo por su triste vida se humilla (Mc 1, 40ss), rogamos al Señor ser curados. En justicia, nos esperaba una lapidación; en Jesús, el enfermo encontró un toque de humanidad, lo dignificó, no le tuvo miedo a su enfermedad. Desde esta óptica, la misericordia parece no negar, pero ciertamente supera los acuerdos sociales

REFLEXIONA:

1. Al pensar en misericordia, ¿evalúo mis acciones con mis compañeros, amigos, familia…, o sigo limitando el término a lo que yo espero de parte de Dios?

2. ¿Mis compromisos caritativos son una extensión del amor que siento, son una respuesta a la invitación de ser “cuerpo de Cristo” o andamos pretendiendo abonar méritos para la vida eterna?

3. ¿La misericordia que vivo es inteligente, inserta en la Vida, o soy paternalista?, ¿derramo miel y azúcar frente a los pecadores, pero no me doy cuenta si ellos están haciendo su parte para crecer y superarse? (¿no he entendido que la misericordia atraviesa la justicia que ayuda a madurar a la persona y no se trata de sacarle la vuelta?)