Un profundo asombro, un desbordamiento de gratitud, un ímpetu de entrega generosa, una atracción amorosa: son expresiones con las que intento manifestar el «estado de ánimo», –o mejor aún, el estado de ser– que me inundaba la noche del 2 de julio del 2004, noche en la cual le dije «sí» al Señor como respuesta ante la invitación que me hacía a la vida sacerdotal.
Alrededor de ese día se estaba llevando a cabo el Preseminario, al cual asistí por insistencia de un amigo sacerdote, a quien le aseguré que sólo iba a «ver», pues no tenía la más mínima intención de quedarme en el Seminario; incluso, tenía la intención de no quedarme, pues yo tenía elaborado mi «proyecto de vida». Sin embargo, durante la noche mencionada, un sacerdote nos impartió una charla sobre la Virgen María; algo iba pasando en mi corazón durante esa charla, era algo sutil y profundo.
Al terminar ese momento me sentí «tocado» en lo más profundo de mi ser, y comencé a descubrirme en ese «estado» que no es abarcable con palabras, pero que se manifestó en mí mediante el palpitar acelerado de mi corazón, las lágrimas en mis ojos y un «sí» inevitable que escribí en una carta delante de una imagen de la Inmaculada que, en esos años, estaba colocada a las afueras de la capilla del Seminario Menor.
Después de hacer esa carta, el sacerdote que dirigía ese momento nos invitó a rezar el Rosario; recuerdo bien que, durante el cuarto misterio (doloroso) comencé a experimentar una profunda alegría que, de alguna manera, conservo hasta el día de hoy. Recuerdo bien que esa noche no pude dormir por la emoción que sentía. Después, cuando hablé con mis padres –frente a esa imagen– su respuesta fue abrazarme; mi padre me dijo: «cuando naciste, lo primero que hicimos fue llevarte a consagrar a la Virgen del Rosario»; rodeado del abrazo de mis padres e invadido por esas palabras, reafirmé mi respuesta.
A ese preseminario, yo solo iba a «ver» para luego regresar a mi vida, con la cual estaba bastante contento. Hoy, que han pasado casi veinte años de aquella noche, me «río» de mí mismo y le agradezco a Dios por haber irrumpido así en mi vida; y es que sigo «viendo», no he terminado de «ver» –ni terminaré nunca– las maravillas que Dios ha hecho en mi vida, en la vida de tantos, en su Iglesia, en el mundo.
Hoy, al recordar ese momento importante en mi historia vocacional, reafirmo mi respuesta y mi acción de gracias al Señor. Esta respuesta y esta acción de gracias se dieron en mí «inevitablemente», puedo decir que, de alguna manera, el Señor me «forzó», pero no de una manera violenta e irrespetuosa, sino con esa manera que es sólo suya: el Amor.
Al sentirme desbordado por su Amor, al darme cuenta de que todo lo que era y tenía venía de Él, y era de Él, me vi obligado, atraído, seducido, para decirle «sí». Fue un sí «forzado» y reforzado por la fuerza del Amor, y por el cuidado de una Madre que es la que mejor entiende y vive ese Amor.
Hoy, que estoy cerca de cumplir diez años como sacerdote, sigo «viendo», viviendo, sufriendo y gozando, recibiendo y compartiendo, y sobre todo agradeciendo, la belleza y la grandeza de la vocación sacerdotal, la cual, si se pusiera por escrito «ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran».
Hoy vivo la grandeza de este ministerio sirviendo a la Iglesia como formador en el Seminario. Hoy puedo compartir que soy un sacerdote pleno, entregándome en el acompañamiento a los seminaristas, esforzándome por tratar de ser coherente con la Palabra de Dios, por tratar de ser congruente con la entrega Eucarística de Jesús, por intentar vivir y generar comunión en esta comunidad.
Disfruto mucho de acompañar a los seminaristas en su vida espiritual, en su búsqueda de Dios, en sus esfuerzos sinceros por responderle; me siento agradecido porque la Iglesia me permite acompañar a los seminaristas entrando en esa tierra sagrada que es su corazón, su conciencia, y le ruego al Señor que me dé sabiduría y consejo.
Disfruto también organizando y animando la vida académica, la cual, aunque en muchas ocasiones requiere un gran esfuerzo y provoca «dolor de cabeza» a los seminaristas, trae consigo muchos frutos buenos para la vida humana y sacerdotal. Asimismo, disfruto mucho y agradezco la fraternidad sacerdotal que experimento con el equipo formador, con mis hermanos en el ministerio.
Hoy, ese profundo asombro, ese desbordamiento de gratitud, ese ímpetu de entrega generosa, esa atracción amorosa, siguen vivos en mí, no con la misma intensidad de aquella noche, pero sí con el mismo Amor, en la discreción de lo ordinario, de lo cotidiano de lo oculto. Hoy por hoy, aún con mis fallas, mis errores, y mis heridas, sigo diciéndole «sí» a ese Amor que con su «fuerza» sigue amando y sigue llamando a muchos para «ver» sus maravillas, para compartirlas con un mundo que pide a gritos «ver» ese Amor.
Pbro. Francisco Javier Cantú Garza
Prefecto de Estudios y Auxiliar de Espiritualidad
Etapa Discipular del Seminario de Monterrey