Por: Jesús Pablo Saldívar Castillón, seminarista (1°Teología)

La Iglesia ha entendido el mandato de Jesucristo de “velar y orar” (Cfr. Lc 21,36), como aquel importante precepto que nos mantiene atentos y en espera de la venida del Reino de Dios; y la Sagrada Liturgia va guiando este esperar a través de tiempos o estaciones, que nos ayudan, primeramente, a unirnos a Cristo en su ministerio salvífico, y segundo, a vivir  de manera personal y comunitaria la propia historia de salvación, en la que Dios se hace presente, participando en nuestra historia, incidiendo positivamente nuestra vida, si se lo permitimos.

Y es precisamente en esa libertad y deseo de permitirle a Dios ser parte de nuestra vida (que de suyo es necesario), que en el Tiempo Litúrgico de Cuaresma la Iglesia hace una pausa breve para reflexionar en el papel que juega Dios en su vida, es el momento idóneo para la práctica penitencial de la Iglesia (Cfr. CEC 1438).

La Cuaresma es un tiempo de preparación para la Pascua, y ésta última exige la alegría del saberse salvado por Jesús, pero también una nueva vida en Cristo, vida que se nos da por los méritos del Crucificado, muerto y luego resucitado. Para lograr esto, los fieles cristianos nos preparamos durante cuarenta días, en una especie de desierto personal, que a imitación del de Jesús, pretende catapultarnos hacia un firme propósito de conversión, y el aumento y permanencia de la gracia en nosotros.

Para lograr esto, la Santa Madre Iglesia exhorta a los párrocos (según las prescripciones de sus Obispos) a la organización de “Ejercicios Espirituales” (Cfr. CIC 770), que actúen como momentos pedagógicos para intensificar la escucha de la Palabra y la Oración (SC 109); y en esta sintonía, el Seminario de Monterrey, como miembro de la Iglesia local, participa enviando seminaristas y diáconos a comunidades parroquiales, para ayudar en la preparación de los fieles a la vivencia y celebración del Misterio Pascual.

La experiencia, que para nosotros los seminaristas, ofrecen los Ejercicios Cuaresmales en Parroquia, excede el valor cuantificable. No solo porque nos permite estar con el Pueblo de Dios, al que nos estamos preparando para servir, y vamos aprendiendo a amar al modo de Cristo, conociendo en su misma realidad, sino porque la reflexión propia en torno a la cuaresma y la conversión, nos hace caer en la cuenta de que las charlas y catequesis que preparamos para las comunidades son también para nosotros (incluso, tal vez a los primeros a quienes las dirigimos es a nosotros mismos). El hecho de compartir con la comunidad lo que Dios ha hecho por nosotros, y la respuesta que en gratitud le vamos dando, nos permite que, como futuros consagrados, vayamos configurando nuestro corazón, al modo de Cristo Buen Pastor y Esposo de la Iglesia.

Los Ejercicios Cuaresmales en Parroquia plantean también un reto importante para los seminaristas que, continuando con sus actividades normales, rompen su rutina vespertina para asistir durante una semana a una parroquia o comunidad, y colaborar en ella, llevando la alegría del Evangelio, y la doctrina de la Iglesia. El reto en sí, es vivir lo que se predica: si hablamos de caridad, no debemos faltarla, si predicamos perdón, debemos prodigarlo, si hablamos de conversión, es porque, como dice el dicho popular, “arrieros somos y en el camino andamos”…en el camino andamos… ¡Definitivamente no es tarea sencilla!, pero creemos con certeza que Dios nos auxilia, y su gracia nos anima a vivir todo aquello que Cristo, en conciencia, nos invita; y precisamente la reflexión y las prácticas penitenciales nos ayudan a crecer en esas virtudes, que necesitamos para ser buenos y santos sacerdotes. Y aunque la conversión no es un reto de escasos cuarenta días, sino de toda la vida, en resumidas cuentas, el reto principal es la semilla del testimonio que sembramos, a donde quiera que vayamos.