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Por: Antonio de Jesús Peña Díaz, seminarista.
Muchos de nosotros hemos experimentado en nuestra vida algunos sentimientos como la angustia, el desánimo, el temor, la tristeza, la impaciencia, la desesperación entre otros. En el discernimiento vocacional, dentro del seminario, cuando se presenta uno o varios de estos sentimientos, comúnmente, le llamamos “estado de crisis”. Algunos hemos sobrevivido, otros no. ¿Qué ocasiona la crisis en un seminarista? Sin duda, la única respuesta que se me viene a la mente es, alejarse de Jesús.
Cuando nos alejamos de Aquél que nos llamó es evidente nuestra tristeza. Lejos de Jesús ninguno tiene fuerzas para seguirle, responder y continuar entregándose por el Evangelio para el Pueblo de Dios. Alejado de Él muchos no perseveran en su respuesta al llamado. ¿Queda algo por hacer en estas circunstancias? La oración.
La oración es fundamental en una situación como esta. Tantas cosas nos distraen de la voz de Dios, aun aquí dentro del Seminario. San Antonio de Padua maldecía al demonio cuando se sentía tentado dentro del monasterio de Coímbra en el que inició su formación sacerdotal. Aquí no es distinto. Pero hay esperanza: la oración.
Jesús pudo iniciar su ministerio después de vencer las tentaciones, gracias a la profunda relación que tenía con su Padre. Jesús pudo concluir su obra redentora también por la oración. Aquel que es nuestro modelo sacerdotal nos enseña a responder y a cumplir la voluntad del Padre. Él nos enseña a decir “Hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra” (Mt 6, 10). Pero ¿quién enseñó a orar a Jesús así?
La primera referencia que me viene a la mente es la pequeña familia de Nazaret. Jesús fue formado en la silenciosa responsabilidad de José y la definitiva respuesta de María. Jesús aprendió a decir “hágase” de los labios de María. Por eso el testimonio de Jesús es el método más seguro y eficaz para responder y defender nuestra vocación y nuestro futuro ministerio sacerdotal.
El último número de la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis de san Juan Pablo II, sobre la formación sacerdotal, deja claro lo anterior diciendo: “María es madre y educadora de nuestro sacerdocio. Ella es quien mejor ha respondido a la voluntad de Dios desde su pura y fecundísima humanidad. Ella es la pedagoga de la donación en la aspiración a la cruz de Jesús. Ella es la cátedra en el estudio de la Palabra Divina. Ella es la causa de nuestra alegría pues su “Hágase” nos trajo a Jesús: Amor misericordioso del Padre”. (PDV 82).
Por eso cada seminarista que medita junto con María la vida de Jesús el Buen Pastor que deseamos ser, está encarnando ya al Sacerdote que Dios quiere dar a su Pueblo según su corazón (Jr 3, 15). Inclusive María nos enseña a orar por el Pueblo de Dios que en un futuro, con la gracia de Dios, nos será confiado. Es María quien nos deja claro que el sacerdocio es don y misterio. Quienes aspiramos al sacerdocio estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María. María es experta en moldear corazones sacerdotales a imagen de Jesús. Entre muchas devociones marianas la Corona de Rosas es la mejor. El Santo Rosario es el arma más eficaz para el cuidado de nuestra vocación y por ende el método eficaz para recibir de Dios la santidad.
El hábito constante del rezo del Santo Rosario en la formación sacerdotal nos ayuda a contemplar la Palabra de Dios y nos fortalece ante las tentaciones. Es el cimiento de una provechosa vida sacramental y por ende método seguro de discernimiento vocacional.
Hemos sido llamados y hemos respondido para ser sacerdotes a imagen de Cristo, Buen Pastor. Jesús nos entrega en la Cruz a María como herencia de amor. Cuando la acogemos y forma parte de nuestra formación sacerdotal ella diligentemente nos acompaña y anima en nuestra perseverancia y fidelidad. Ella nos enseña desde ahora cómo agradecer al Señor por un futuro ministerio sacerdotal: “Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su siervo. Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurado por que ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso”.(Cfr. Lc 1, 46-48).