14 Abr 2017

Ir de misiones siempre es una aventura, todo un reto, sobre todo cuando la misión parece exceder tus capacidades, y es entonces, precisamente en ese instante de inseguridad, cuando empieza la verdadera misión: Dios y tú. Normalmente nuestras misiones de Semana Santa o de verano son en alguna parroquia de la localidad, pero puede suceder que Dios te llame a servir en otro lugar donde hagas falta. Así, en el verano del 2015 el Señor me envió 3 semanas de misión a la prelatura del Salto Durango, concretamente a 3 rancherías de la sierra en municipio de San Dimas: Huachichiles, el Yerbaníz, y la Cieneguita; y como ya dije antes, la misión comenzó a partir de que se me dio el destino, desde que me dijeron: “irás donde yo te envíe, y dirás todo lo que te mande” (Jr 1,7b). Lo primero que yo sentí es miedo, inseguridad, inexperto (un muchacho…) y muchas dudas, pero Dios, que bien conoce el corazón de sus hijos y enviados, sabe cómo tranquilizarlo, y al final uno termina por decir: “¡va Señor, no entiendo, no me gusta, duele, pero va!.. por Ti, porque confío, porque aunque no veo, sé que algo quieres mostrarme”… y así me subí al camión.

 

Muy largo fue el camino para llegar hasta allá: 12 horas hacia Durango, otras dos para llegar a la ciudad del Salto, y unas cuatro horas más en camión de redilas para llegar a la cabecera de la misión, y de ahí faltaba repartirnos a las distintas rancherías, que pudieran ser de una hora hasta incluso dos horas de camino en terracería y veredas más, y es que andar en la sierra no es tan sencillo.

 

Entrada la misión, y dadas las circunstancias como la lluvia diaria, la bruma y niebla matutina y vespertina, las rutas de difícil acceso, el clima, los perros del camino, las tres o cuatro horas de sol al día, el aprender a encender leña con ocote (si es que te quieres bañar) y la cultura diferente, obligan a que uno eche mano de lo que tiene cerca, y de la creatividad para poder jugar con los niños, estar con los adolescentes y conversar con los adultos, y es que a veces pareciera incluso que Dios no nos facilita el trabajo.

 

Las comunidades son muy pequeñas, de entre 20 y 50 familias las que más, que viven más o menos en humildad y con una conciencia de Dios bastante sencilla pero fervorosa, a veces más que el seminarista en ciertas cosas, pero otras veces, muy lejos de lo que en el Seminario aprendemos, tanto que, en la confusión y en el querer entender, así como la poca respuesta de la gente, me surgió una pregunta hostigosa: ¿de verdad esta gente tiene necesidad de Dios? Mi respuesta fue ¡claro que la tiene!, les gusta escuchar la reflexión, y usualmente asienten diciendo: “¡sí, es cierto!”, pero a veces, no quieren comprometerse, o bien, su estilo de vida no les ayuda a hacerlo. La mayoría viven del “Dios de palabra”, es decir, sólo de frases como “si mi Padre Dios nos da licencia… mi Padre Dios mediante… mi Padre Dios que nunca me deja”, pero se quedan solo en eso, la realidad es que uno no puede llegar a cambiar su mundo así de fácil. Fue entonces donde comprendí que Dios vive entre ellos, de una muy distinta y sorprendente manera, tan diferente o tal vez desacostumbrado estaba yo, que no lo veía, pero Dios estaba ahí, el evangelio estaba presente, y ellos me lo estaban predicando a mí.

 

Un día, luego de casi 40 minutos de tormenta eléctrica intensa, cansado del clima y de la poquísima respuesta de la gente en una comunidad, decidí tocar la campana de la capilla (que no era más que un tablón cóncavo de acero colgado de un árbol) por última vez, como diciéndome a mí mismo y al Señor: “yo cumplo con llamar, si la gente no viene es porque no quiere”. Y a punto de empezar la celebración de la Palabra para un hermano seminarista y para mí, llegó una pequeña familia, dispuesta a escuchar el mensaje de Dios. Si alguna vez me pregunté ¿por qué? o ¿para qué?, ahora había un “para quién”, ellos; me sentía el profeta Ezequiel con el resto fiel de Israel. Increíble, pero cierto.

 

Un buen amigo me dijo antes de salir de misión: “recuerda que no eres un trabajador, eres un enviado”, pero fue hasta la mitad de la misión que reconocí la voz de Dios en él que me decía igual que a Moisés (Ex 3,12) y al profeta Jeremías (Jr 1,8) “Yo estoy contigo”. Caí en la cuenta de que soy el amigo del novio, el que le asiste y oye, el que se alegra mucho con su voz (Jn 3,29) y vengo a cuidar lo que es de Él, y es que no se trataba sólo de “hacer el trabajo, y hacerlo bien”, eso lo hace un trabajador asalariado, se trata más bien de entregarse, desgastarse y hacerlo con amor, con alegría, como la vocación lo exige, como el buen pastor lo haría, como el amigo del novio que soy. Dios da una misión, y con ello lo necesario para llevarla a cabo, no es como quien da de regalo un juguete eléctrico sin el juego de baterías correspondiente, al contrario, y no contento con ello, siempre está presente “contigo para salvarte” (Jr 1,19b). Pensé que yo iba a llevarles a Dios, pero resultó que Dios allá me esperaba.

 

Al finalizar fue una santa experiencia, totalmente diferente y muy bendecida. Al paso del tiempo, he reconocido el paso Dios en mi vida, sobre todo en circunstancias tan concretas como la misión del Salto Durango, y me he apenado por no confiar plenamente en Él. Somos humanos, y los sentimientos son sólo eso, sentimientos, pero la fe que sobre ellos está nos invita a vivir todo desde su perspectiva. Regresé siendo el mismo, pero con una experiencia de Dios única: cercano, siempre presente, y que ama. De todo lo que Dios me habló en esas tres semanas, lo puedo sintetizar en una oración sencilla, que se recita en cinco segundos: “Contigo estoy, ¡Tú puedes hacerlo, ánimo!”

 

Jesús Pablo Saldívar Castillón

Segundo de Teología.