Cada año nuestra Iglesia obedeciendo el mandato de Cristo, sale cada semana santa, a llevar la buena noticia a toda persona (cfr. Mc 16, 15- 18), por lo que son muchos los  jóvenes y familias misioneras que salen de su vida ordinaria a evangelizar a pueblos y ciudades, llevando con alegría el mensaje de la Resurrección. Así mismo, el Seminario de Monterrey, se une a esta tarea de todo cristiano, designando a sacerdotes y a seminaristas, un centro de misión, en el cual durante esa semana, salen a vivir y celebrar, con el Pueblo de Dios, el Misterio Pascual de Cristo.

Hoy quiero compartirles mi experiencia que en este año me tocó vivir, y que sin duda alguna, fue muy diferente a las misiones que durante mi vida apostólica parroquial había realizado. Digo esto, porque pensamos siempre que las misiones de semana santa se llevan a cabo en algún pueblo, ciudad pequeña con capillas y parroquia, sin embargo, este año Dios quiso que un servidor experimentara su pasión, su muerte y su resurrección en la Casa Simón de Betania.

Acepto que al principio me sorprendió saber que mi destino sería ese, ya que pensé que sería designado a una parroquia o una capilla.

La Casa Simón de Betania es un hogar, que desde 1987, alberga y atiende gratuitamente a niños, adolescentes y adultos enfermos de VIH, SIDA, Cáncer y Tuberculosis sin importar credo religioso, sexo o edad; brindándoles un techo en un ambiente de respeto, aceptación y espiritualidad.

Las personas que se atienden son canalizadas, o bien, llegan a la institución porque no cuentan con los recursos económicos para solventar su enfermedad, son rechazados por sus propias familias o  porque ellas están imposibilitadas de atenderlos de forma adecuada.

Al principio desconocía que iba a hacer en este tiempo de misión, pues el panorama era muy diferente a las experiencias de misiones que había vivido en el pasado, pero, eso  sí, me queda claro que fue Dios quien me fue llevando y guiando para saber de que modo los pacientes podrían celebrar el Misterio Pascual.

Él me regaló la oportunidad de crecer humanamente y espiritualmente cada día de la misión. El lunes santo aprendí que el verdadero mártir es aquel que entrega su vida en el sufrimiento por amor a Dios; el martes, un residente conocido como Don Oscar me trasmitió con su “¡gracias hijo!” el cariño sincero de Dios de Padre; el miércoles, con Miguel aprendí que Dios escucha la oración de los corazones sinceros; llegado el jueves santo experimenté la sencillez y alegría de los niños; y el viernes, el poder curar las llagas de Cristo en una de las pacientes. Estas son algunas de las cosas que Dios me regaló durante esta semana santa, además de tener la oportunidad de darles de comer, bañarlos, limpiarlos, escucharlos y vivir con ellos una misión totalmente diferente, pero con un gran significado para la vida.

Puedo resumir esta misión en tres palabras que, sin duda, me ayudaron a reafirmar mi llamado hacia el sacerdocio de Cristo: el amor, que me invita a la entrega absoluta en el prójimo; la obediencia, al aceptar la voluntad de Dios; y la alegría, al experimentar el gozo de haber servido al Señor en el hermano enfermo y celebrar con ellos Su Pascua.

Hoy te pido que si conoces a alguien que necesite ser atendido, lo lleves a este hogar en donde la misericordia de Dios se hace presente, en donde la Pasión de Cristo se vive en carne propio, pero, sobre todo, en donde la resurrección se vive cada día al salir el sol.

Oremos por los misioneros, por las hermanas y laicos que atienden a los pacientes de este hogar. Y pidamos por los enfermos, para que Dios salga a su encuentro en aquel que puede servirlos con amor y alegría.

Ignacio Ávila Rangel

Primero de Teología