Llega diciembre, escucho a los hombres y mujeres decir que viene algo. Le pregunto a la inteligencia que todo identifica, recopila, selecciona, entrena y prueba. Pero no me sabe decir la Verdad. Encuentro que viene una remuneración económica a todo propietario de una nómina, veo a lo lejos paquetes de cena navideña; me estreso anticipadamente por las compras de pánico directamente proporcionales a mi desidia y vanidad.

Me viene al pensamiento una noche navideña con bebidas y comida; abrazos y besos; conversaciones, discusiones y reconciliaciones; rezos burocráticos y una suave brisa en el rostro; selfies, filtros y mentiras; y al amanecer, la inevitable pestilencia. Me abruma pensar que vendrá el fantasma de los abuelos, de mis padres, hermanos o hijos a exigir un lugar en la mesa y en la sala. Comprendo que los licores, los cocteles, el whisky, el tequila, el bote blanco o rojo terminarán en el resumidero después de un gancho al hígado, una vez que los riñones hagan su trabajo.

Me decepciona pensar que después de pagar en la tienda las bebidas alcohólicas, en la mañana siguiente me llegara una factura a mi cabeza, estómago y músculos; con debilidad, sed, nausea, vértigo e irritabilidad a modo de impuestos. Al menos me consuela saber que habrá algo que recalentar al siguiente día, que mis hijos, padres, hermanos, nietos, sobrinos recibirán un regalo. Pero como quisiera que su alegría por los regalos se extendiera a un eterno presente, que no terminara como la hierba que se hecha al horno.

Descubro que es vanidad. Me pregunto, ¿para qué esperar eso todo el año? Así como llega, así se va. Un festejo navideño más; pero el patio, la sala, la terraza, el asador, la cocina, las recámaras, las amistades y las enemistades, ¡permanecen donde mismo! Pareciera que es la misma historia, un capítulo que se repite. ¿Cómo reescribir el futuro? Si es que la ficción es realidad, ¿dónde está ese universo feliz? Mejor me acuesto con el abuelo, con mi padre, con mi madre, con mis amigos, mis hermanos o mis hijos que ya son felices debajo de la tierra, o arriba en el cielo.

Pienso en esos hombres y mujeres alegres, que se la pasan hablando y diciendo, gritando y presumiendo que algo llega; creo que no conocen de la vida. Necesitan saber que el mundo es triste, y no hay provecho alguno en lo que hacemos en nuestros contados días. Y llegó la feliz navidad y aquello que siempre ha sido, sucedió; aquello que siempre se ha hecho, se hizo. No hay cosas nuevas por hacer en una noche navideña.

Tiempo después, a lo largo del año, me encontré fuera de la espera navideña a esos mismos hombres y mujeres alegres. Los odié, los envidié y los maltraté. Les expresé mi frustración, les presumí mis conocimientos del mundo y les dije que todo es como si quisiéramos atrapar el humo con la mano.

Esos mismos hombres y mujeres alegres, sin que fuera su intención, me humillaron. No como lo hice yo, sino con una actitud tan tierna, como la que jamás volví a sentir de mamá y papá. Pareciera que las caricias que jamás volveré a sentir de mis hijos, abuelos o nietos, ellos las reprodujeron al instante y las clavaron en mi corazón. Les pregunté que era eso que esperaban con ansia y les llenaba de alegría que no acaba.

La respuesta de los hombres y mujeres siempre alegres me iluminó la mente y el corazón. Para entender su respuesta tuve que renunciar a mis conocimientos del mundo y vida. Los metí en una bolsa de basura y los aventé al contenedor más cercano. Porque no había conocido a hombres y mujeres que devolvieran bien por mal; comprendí que esa actitud no es de este mundo, no era de mi mundo.

Me aventuré a vaciar mi mente de vanidades y comencé a escuchar; me enseñaron a escuchar en el silencio de la noche y adentrarme en las oscuridades de mi corazón con una Luz que no se apaga. Los hombres y mujeres alegres no me dejaron solo. Gracias a ellos comprendí que hay algo distinto a las navidades de este mundo. Salí de mi ignorancia y comencé una espera que se extiende todo el año, que se renueva cada año hasta la eternidad.

¡Comprendí la verdadera espera que se presume, y que en verdad supera todo aquello que ahora considero basura!

Gracias a esos hombres y mujeres alegres, que tienen el sobrenombre de cristianos, descubrí que no se espera “algo”, sino “Alguien”.

Angel Salvador Martínez Chávez

2º de Teología.

Jn 14,6; 1Re 19,9-12; Mt 6,30; Qo 1-2; Ex 20,4; Rm 12,17; Jn 16,33; Jn 1,1-18; Flp 3,7-9