- BY Seminario de Monterrey
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La Navidad es sin duda, una época del año llena de tradiciones, celebraciones y, sobre todo, intercambios. Las personas alrededor del mundo se sumergen en el espíritu festivo, adornan sus hogares, comparten comidas y regalos, y se reúnen con sus seres queridos. Sin embargo, en medio de la vorágine de actividades y el bullicio consumista, es fundamental recordar el verdadero significado de la Navidad, un intercambio mucho más trascendental: el nacimiento de Jesucristo.
En la sociedad contemporánea, la Navidad a menudo se ha desvirtuado, eclipsada por las luces brillantes de los escaparates y el estruendo de las compras impulsivas. El consumismo desenfrenado ha amenazado con opacar la esencia misma de esta festividad, alejándonos de la reflexión sobre su origen sagrado. La historia detrás de la Navidad nos habla de un intercambio divino que ha dejado una marca indeleble en la historia de la humanidad: la Encarnación.
Los Padres de la Iglesia han denominado el misterio de la Encarnación como un “Intercambio Santo” (Sacrum Commercium), donde Dios mismo se hizo semejante a la humanidad, excepto en el pecado. Este acto divino no fue simplemente un gesto simbólico, sino un acto de amor supremo. Dios, en la figura de Jesucristo, se hizo uno de nosotros para que pudiéramos participar de Su divinidad: “Él, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres…” (Flp 2, 6-7) La Encarnación es un intercambio radical: Dios humaniza lo divino y diviniza lo humano.
Este misterio marca un punto de inflexión en la historia. Un nuevo comienzo se despliega cuando Jesús entra en la escena humana. El nacimiento de Jesús, celebrado en la Navidad, debería ser siempre la mayor alegría del hombre. En un tiempo en que la humanidad estaba sumida en la esclavitud del pecado y la muerte, Dios no permaneció distante. Por el contrario, salió a nuestro encuentro, asumiendo nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Jesús experimentó todo lo que el ser humano conoce: la alegría y el sufrimiento, la risa y las lágrimas.
Así, la Navidad se convierte en un recordatorio de que, en medio de nuestras celebraciones terrenales, hay un regalo divino que trasciende cualquier intercambio material. Es un recordatorio de que, a pesar de nuestros errores y debilidades, Dios nos ofrece la oportunidad de participar en Su vida divina, podernos reconciliar con Él, haciéndonos capaz de entrar en una íntima relación con Él. La Navidad nos invita a reflexionar sobre este intercambio santo, que no solo transformó el curso de la historia, sino que también nos ofrece la esperanza de una vida renovada en comunión con lo divino.
En última instancia, mientras nos sumergimos en el intercambio de regalos y momentos entrañables con aquellos que amamos en esta temporada, permitámonos sentir la profunda resonancia en lo más profundo de nuestros corazones del verdadero significado de la
Navidad: el regalo divino manifestado en la figura tierna de Dios hecho un niño en un humilde pesebre.
En este intercambio celestial, Dios despliega ante nosotros el sendero resplandeciente del amor incondicional, la redención que abraza nuestras imperfecciones y la promesa de una eternidad colmada de esperanza.
La Navidad, en su esencia más conmovedora, nos insta a recordar y celebrar este intercambio santo que, con su majestuosidad en la sencillez, ha alterado de manera eterna el curso de la existencia humana. Nos incumbe a cada uno de nosotros adoptar este sagrado intercambio, permitiendo que Dios, con Su gracia, penetre en nuestros corazones, tocando, sanando, transformando y elevando nuestras vidas. Así, podremos, en algún momento, afirmar con convicción, al igual que los santos que nos precedieron, que nuestra historia personal se divide en un antes y un después de Cristo.
Axel Jaret Hernández Torres
1ero de Teología