03 Nov 2015

HELLO! 1

EL MARTIRIO COMO LENGUAJE DE MISERICORDIA

Si quisiéramos relacionar inmediatamente, «martirio» con «misericordia», tal vez, no lo lograríamos, porque se trata de dos palabras cuyo significado parece, de suyo, completamente ajeno, o por lo menos, distante. De hecho, así lo constatamos, cuando por ejemplo, pensamos en la «misericordia» como ese atributo divino por el cual somos perdonados. Ahora bien, habiendo pensado, primeramente, en la «misericordia de Dios», no se ve cómo podamos hablar, luego, del «martirio de Dios».

Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia de lengua española, nos recuerda que la «misericordia» no es algo referido solamente a Dios. La «misericordia» es también el nombre dado a esa discreta pieza saliente, en los asientos de los coros de las Iglesias antiguas, para permitir que uno se siente disimuladamente, cuando hay que estar de pie por largo tiempo. En otras palabras, la «misericordia» significa aquí, esa pieza de madera que libera del «martirio» de estar mucho tiempo de pie. El mismo Diccionario agrega en sus definiciones que «misericordia» era también el nombre dado, en la edad Media, al pequeño cuchillo que portaban los caballeros para dar el golpe de gracia al enemigo. Es decir que aquella arma blanca con la que se remataba al adversario era llamada «misericordia» porque con ella se ponía fin al «martirio» de una lenta y dolorosa agonía.

Como se ve, tanto en el caso del pequeño asiento del coro, como en el caso del objeto punzocortante, parece claro que ambas cosas son llamadas «misericordia» porque evitan el sufrimiento que implica un determinado «martirio». Según esta conclusión, se podría decir que cuando alguien es objeto de torturas y «martirio» no le queda otra más que suplicar «misericordia». Pero pensemos, si fue éste el caso del primer mártir, san Esteban quien, a semejanza de Cristo, no suplicó la misericordia de sus verdugos sino que, más bien, imploró misericordia para ellos, diciendo como Cristo: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech. 7, 60; cf. Lc. 23,34).

El mártir no es simplemente el que, como víctima, «padece» una muerte cruenta, sino más bien, quien la «asume» valerosamente por Cristo; y como Cristo, rehúsa, con inocencia, la violencia de la venganza o incluso, no pone ni la resistencia de la legítima defensa. En realidad, a un mártir no lo asesinan su verdugos, sino que él se deja sacrificar, no por mera debilidad o porque no pueda escapar, sino porque ha renunciado a padecer la violencia que enferma a sus victimarios. La verdad es que un mártir no resiste a sus asesinos, sino a la tentación de convertirse en asesino. En esta resistencia radica la valentía y el coraje del mártir que no se deja vencer por la fuerza de la furia. En otras palabras, un mártir no se deja desfigurar por la rabia o el resentimiento, sino que se deja configurar por las palabras de quien dijo: «a mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (cf. Jn. 10, 18). Digamos, una vez más, que un mártir no implora misericordia de sus verdugos, sino que manifiesta la misericordia a sus agresores.

Misericordia más que un sustantivo es un verbo. No se trata tanto de «tener» misericordia, sino de «ser» misericordioso. Ser misericordioso quiere decir amar, aun cuando lo amado no sea amable; amar aunque aquel a quien se ama no merezca ser amado. Por eso, un mártir es misericordioso porque aún cuando no merece morir, no clama venganza, ni siquiera reclama justicia, sino que pide perdón para los culpables. Perdonar es la cumbre del amor misericordioso, pues como sugiere la etimología de la palabra latina «per-donare», perdonar consiste en el acto insistente e ilimitado (per) de regalar (donare). El regalo es, en efecto, algo que no se merece, sino algo que se recibe gratuitamente.

Ser misericordioso es la exigencia intrínseca del martirio; es decir, que el misericordioso no puede no sacrificar o a hacer morir, en él mismo, esa lógica matemática, justiciera y mercantil que no lleva a calcular y a exigir que «si no me das, no te doy» y «si me la haces, me la pagas». Ser mártir exige siempre ser misericordioso, esto es, ofrecer sin deber, dar sin tener que o sin tener por qué. A la luz de esta exigencia martirial, las obras de misericordia trastocan la lógica de la equidad: ¿Por qué quedarme hambriento tan sólo por dar de mi comida? ¿Por qué que quedarme sediento por dar de mi bebida?; ¿por qué perder lo que tengo para que otro tenga? ¿Tengo yo la culpa de que al otro le falte? El mártir, a pesar de ser inocente, aún cuando no tiene culpa, ofrece a su verdugo la paz que a éste le falta. Mientras al mártir le dan muerte, el entrega la vida; mientras a él lo castigan, él regala el perdón.

Quien en una comunidad no es misericordioso, empobrece porque no regala, ni ofrece, sino que acapara. El que no es misericordioso ambiciona, reclama, codicia. El que no es misericordioso no está dispuesto al martirio y, entonces, no cede, arrebata, persigue, castiga, violenta, se convierte en verdugo de su prójimo y asesina la vida fraterna. Recordemos, finalmente a este respecto, la exhortación que nos hace el Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium:

«A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos? Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos, recemos por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!» (EG, nn. 99 -101)

 

Por: Mons. Juan Armando Pérez Talamantes