- BY Seminario de Monterrey
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Desde siempre Dios se ha ido manifestando en mi vida, a lo largo de mi infancia, mi adolescencia y ahora en mi juventud. ¡Es un don de Él que seamos agradecidos! Y precisamente con esto quiero comenzar, diciendo: ¡Gracias Señor por llamarme!
Toda vocación nace de aquella mirada llena de ternura con la que Jesús sale a nuestro encuentro, tal vez justo cuando la barca de nuestra vida estaba siendo agitada por la tormenta de la desilusión, del desánimo, del sin sentido. Pero Jesús está ahí, mirándonos fijamente (cfr. Mc 10, 21) y es una mirada que nos interpela e invita, que nos confronta y nos vence, que nos seduce y que nos llama, y nos dice: ¡Sígueme! (cfr. Lc 9, 59).
La vocación debe convertirse, paulatinamente, en convicción y experiencia, porque la vocación la da Cristo, la vocación es nuestra relación con Él que llama a los hombres para que estén a su lado y después enviarlos a compartir que el Amor está vivo (cfr. Mc 3, 13-19). Por eso, toda vocación ha de entrañar profundamente la intimidad de la vida con el Misterio.
La respuesta al seguimiento de Jesús ha de ser asumida con libertad, sin miedo y con ánimo alegre. Sin duda, en la actualidad hay demasiadas cosas que nos inquietan, distraen y que no nos permiten prestar atención a los pequeños detalles, a los acontecimientos sencillos, a lo que se fragua en el misterio y lo secreto. Pero dentro de todo ese bullicio Dios permanece fiel, esperando las necesidades reales de nuestro corazón, y para comprender su designio de amor, es cuestión de que nosotros respondamos: ¡Habla, Señor, que tu siervo te escucha! (cfr 1Sm 3, 10).
Toda vocación implica un compromiso. El Señor sabe de qué estamos hechos, de que somos barro no se olvida (cfr. Sal 103, 14), sin embargo, Él escoge a sus amigos de entre los hombres y los constituye en favor de los hombres. Así es la acción de Dios con sus elegidos porque posa su mirada sobre el humilde y abatido que se estremece ante sus palabras (cfr. Hch 5, 1; Is 66, 1-2). Dios sabe de lo que somos capaces, por eso nos llama para poner nuestra vida totalmente al servicio del Evangelio.
El sacerdote es un Homo Dei: un hombre esencialmente de Dios. “El ministro ordenado tiene como título propio ser, no otro, sino Cristo” (Alter Christus, Fray Nelson Medina, OP). Durante estos casi ocho años de formación, mi experiencia vocacional ha sido una continua kénosis; he ido madurando gradualmente junto al Señor reconociendo mis limitaciones, pero perfeccionando mis virtudes, vaciándome para llenarme más de Él, porque Dios me llamó no para mérito propio, sino para el bien de la Iglesia, consciente desde el principio que respondí a este llamado de que, antes de ser sacerdote, debo ser testigo de su misericordia, su amor, su ternura, pues solo así mi corazón se dilatará, trasformará y configurará para ser Cristo para otros.
Y sí, “unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad, que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos en Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros” (El Sello p. 56, Mauro Piacenza). Vivir la vocación no es un fastidio, sino una plenitud.
José Isabel Hernández Salazar
Seminarista | Segundo de Teología