07 Dic 2015

HELLO! 1

Por: Ángel Josué Loredo García, seminarista.

“En la fiesta de la Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta Santa. En esta ocasión será una Puerta de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que entrará podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza.”

(Misericordiae Vultus. N. 3) Desde hace algunos meses, en nuestra Iglesia sabemos que nos encontramos en la antesala del año de la Misericordia, donde su Santidad, el Papa Francisco ha invitado a todos a vivir este tiempo de gracia. Pero, muchos nos podremos preguntar: ¿Qué significa la apertura de la Puerta Santa? ¿En qué consistirá vivir el año de la Misericordia? O ¿Por qué un año especial dedicado a la vivencia de esta virtud?

La Apertura de la Puerta Santa será en la Catedral de Roma el Domingo III de Adviento, a la vez, el Papa establece que en cada Iglesia particular se abra por todo el Año santo una idéntica Puerta de la Misericordia. El hecho de que se hable de una apertura de la Puerta Santa en cada diócesis implicará que se lleve a cabo un acto litúrgico donde se lea la Bula de convocación “Misericordiae Vultus” y en cada Catedral se realice este gesto como signo visible de la comunión de toda la Iglesia. Estamos llamados a vivir este Año santo descubriéndonos sujetos primeros de la infinita bondad de Dios que brinda por excelencia el perdón hacia nosotros.

El Vicario de Cristo piensa que “siempre tenemos la necesidad de contemplar el misterio de la misericordia, que es fuente de alegría, serenidad y paz para quien la vive, condición para nuestra salvación, acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro.” (Cfr. Misericordiae Vultus N. 2) Indudablemente, la opción que se nos plantea como familia de Dios es una alentadora posibilidad de acercarnos aún más al tierno encuentro con el Padre que nos ha creado, el diálogo y la cercanía con Jesucristo que nos ha salvado y estar en comunión con el Espíritu Santo que nos da la gracia de unirnos más a su presencia santa.

La Iglesia tiene esencialmente la misión de anunciar con fuerza la misericordia de Dios, abrir el corazón a los más alejados. El Sumo Pontífice invita a todo el pueblo de Dios para que se reconozca como aquél que “está llamado a curar las heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad.” (Misericordiae Vultus N.15)

En nuestra Arquidiócesis de Monterrey, la puerta de la Misericordia, se abrirá el domingo 13 de diciembre (siendo el III domingo de adviento) en la Catedral de nuestra ciudad. Se llevará a cabo la celebración de la eucaristía y este acto litúrgico, presidido por Mons. Rogelio Cabrera, Obispo de nuestra Arquidiócesis.

28 Nov 2015

HELLO! 1

“Al mundo le falta vida, al mundo le falta luz,
al mundo le falta el cielo, 
al mundo le faltas Tu.”
Fragmento del Canto de Adviento: “Ven, Señor, no tardes” de Cesáreo Gabaráin

Por: Seminarista David Jasso Ramírez

Vivimos a prisa. Corremos de un lado para otro sin saber a dónde vamos ni a qué hemos ido, sin llegar a valorar si necesitábamos ir de prisa o si podríamos haber hecho lo mismo a otro ritmo. Quien diariamente convive con la prisa, lo hace también con el estrés y la ansiedad, pues no disfruta del momento por estar anticipando el futuro. La prisa ha llegado a convertirse en un estilo de vida, de ahí que el médico español Gregorio Marañon haya dicho: “En este siglo acabaremos con las enfermedades, pero nos matarán las prisas”.

Hoy la información corre a toda velocidad, el mundo es inmediato y la información se transmite por muchos medios, prácticamente a la velocidad de la luz. Nos enteramos al instante y no podemos creer que haya lentitud en nuestra computadora, en internet o en nuestro teléfono móvil. Vivimos el síndrome de “la prisa para esperar y de la inmediatez” pues lo instantáneo de las cosas hace que el mundo deba ir más rápido, lo cual nos hace intolerantes ante la espera y superficiales en nuestro modo de ser, pensar y obrar. Está desapareciendo la espera; la gente cada vez está menos dispuesta a esperar. Se quiere todo “aquí y ahora” y no se entiende que la impaciencia no logra acelerar el ritmo de la vida: “no por mucho madrugar amanece más temprano”.

Hemos olvidado que la espera genera ilusión, que es un ingrediente esencial de la felicidad. La espera es un componente fundamental de la vida humana. Necesitamos tiempo suficiente para salir de la niñez y de la adolescencia, para aprender una profesión para descubrir y asimilar verdades. El agricultor cuenta con el tiempo de espera de la cosecha; la madre cuenta con el tiempo de espera del hijo que va a nacer.

Todo es mejor en su tiempo, pero para experimentarlo es necesario esperar, entendiendo que la espera no es pasividad, sino disponibilidad activa hacia lo que se aproxima. Y eso es precisamente Adviento, espera, pero espera gozosa de la venida de Jesús, un llamado a salir a su encuentro en el pesebre de Belén en medio de nuestros acelerados días, atentos en lo que verdaderamente importa porque “la atención espera sin prisa, evitando el deseo impaciente y más aún el horror del vacío que nos sugiere llenarnos prematuramente” (Maurice Blanchot, “El diálogo inconcluso”).

¿Cómo vamos a entrar de lleno en la alegría, asombro y amor que trae consigo el Adviento? ¿Cómo vamos a tomar un descanso en medio de la prisa de este tiempo agitado y recordarnos a nosotros mismos que Jesús es la razón de este tiempo, de esta época, de nuestras celebraciones decembrinas?

Queremos en Adviento celebrar una nueva venida de Jesucristo a nuestras vidas; él viene a nosotros y llama a la puerta de nuestro corazón: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos”. (Ap 3,20). En este tiempo lo experimentamos como Dios que en Jesús viene a cada instante. De ahí que el tema central de Adviento sea el gran amor de Dios, quien envió a su único Hijo para vivir con nosotros, amplia expresión de su Misericordia y que constituye el secreto a descubrir particularmente en este Adviento que viviremos en el inicio del Jubileo Extraordinario de la Misericordia.

Es el Adviento que aumenta, en primera instancia, el anhelo de la Misericordia de Dios que llena la tierra, se extiende a todos sus hijos, nos rodea, nos antecede, se multiplica para ayudarnos y que continuamente ha sido confirmada por Él mismo al ocuparse de nosotros como Padre amoroso.

Esta Misericordia que experimentamos genera compasión hacia el que sufre, al que está en desgracia, al hermano alejado, marginado, necesitado, solo y olvidado. La Misericordia se humaniza y es el núcleo del Evangelio y el núcleo de nuestra identidad como cristianos. Jesús vino a manifestar la misericordia de Dios, y nos llama a seguirlo, practicando la misericordia para con los demás: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6,36). Así debemos vivir los cristianos: como lo hizo Jesús, dando de comer al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, proporcionando un techo a los que no tienen hogar, visitando a los enfermos, a los presos y enterrando a los muertos.

Es en Adviento que nuestra Misericordia debe ser generosa y personal pues sólo así podremos crear una cultura de encuentro y comunión, resistiendo y rechazando todas las tendencias de nuestra sociedad de marginar, dividir y excluir.

¡Vivamos el Adviento!, que la prisa y la impaciencia de estas semanas no nos distraiga de recibir a Jesús. ¡Vivamos el Adviento!, que la Palabra de Dios nos descubra a Jesús “Dios-con-nosotros” Pero también ¡Vivamos la Misericordia!, que sea un tiempo especial para compartir con nuestros hermanos más necesitados, con los últimos, un gesto compasivo que abra el corazón a Jesús en ellos.

Que en Adviento, la Misericordia no sea un sentimentalismo, salgamos y encontrémonos con el sufrir del otro pues estamos llamados como Iglesia a “ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114) teniendo “los mismos sentimientos de Jesucristo” (Flp. 2,5).

03 Nov 2015

HELLO! 1

EL MARTIRIO COMO LENGUAJE DE MISERICORDIA

Si quisiéramos relacionar inmediatamente, «martirio» con «misericordia», tal vez, no lo lograríamos, porque se trata de dos palabras cuyo significado parece, de suyo, completamente ajeno, o por lo menos, distante. De hecho, así lo constatamos, cuando por ejemplo, pensamos en la «misericordia» como ese atributo divino por el cual somos perdonados. Ahora bien, habiendo pensado, primeramente, en la «misericordia de Dios», no se ve cómo podamos hablar, luego, del «martirio de Dios».

Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia de lengua española, nos recuerda que la «misericordia» no es algo referido solamente a Dios. La «misericordia» es también el nombre dado a esa discreta pieza saliente, en los asientos de los coros de las Iglesias antiguas, para permitir que uno se siente disimuladamente, cuando hay que estar de pie por largo tiempo. En otras palabras, la «misericordia» significa aquí, esa pieza de madera que libera del «martirio» de estar mucho tiempo de pie. El mismo Diccionario agrega en sus definiciones que «misericordia» era también el nombre dado, en la edad Media, al pequeño cuchillo que portaban los caballeros para dar el golpe de gracia al enemigo. Es decir que aquella arma blanca con la que se remataba al adversario era llamada «misericordia» porque con ella se ponía fin al «martirio» de una lenta y dolorosa agonía.

Como se ve, tanto en el caso del pequeño asiento del coro, como en el caso del objeto punzocortante, parece claro que ambas cosas son llamadas «misericordia» porque evitan el sufrimiento que implica un determinado «martirio». Según esta conclusión, se podría decir que cuando alguien es objeto de torturas y «martirio» no le queda otra más que suplicar «misericordia». Pero pensemos, si fue éste el caso del primer mártir, san Esteban quien, a semejanza de Cristo, no suplicó la misericordia de sus verdugos sino que, más bien, imploró misericordia para ellos, diciendo como Cristo: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech. 7, 60; cf. Lc. 23,34).

El mártir no es simplemente el que, como víctima, «padece» una muerte cruenta, sino más bien, quien la «asume» valerosamente por Cristo; y como Cristo, rehúsa, con inocencia, la violencia de la venganza o incluso, no pone ni la resistencia de la legítima defensa. En realidad, a un mártir no lo asesinan su verdugos, sino que él se deja sacrificar, no por mera debilidad o porque no pueda escapar, sino porque ha renunciado a padecer la violencia que enferma a sus victimarios. La verdad es que un mártir no resiste a sus asesinos, sino a la tentación de convertirse en asesino. En esta resistencia radica la valentía y el coraje del mártir que no se deja vencer por la fuerza de la furia. En otras palabras, un mártir no se deja desfigurar por la rabia o el resentimiento, sino que se deja configurar por las palabras de quien dijo: «a mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (cf. Jn. 10, 18). Digamos, una vez más, que un mártir no implora misericordia de sus verdugos, sino que manifiesta la misericordia a sus agresores.

Misericordia más que un sustantivo es un verbo. No se trata tanto de «tener» misericordia, sino de «ser» misericordioso. Ser misericordioso quiere decir amar, aun cuando lo amado no sea amable; amar aunque aquel a quien se ama no merezca ser amado. Por eso, un mártir es misericordioso porque aún cuando no merece morir, no clama venganza, ni siquiera reclama justicia, sino que pide perdón para los culpables. Perdonar es la cumbre del amor misericordioso, pues como sugiere la etimología de la palabra latina «per-donare», perdonar consiste en el acto insistente e ilimitado (per) de regalar (donare). El regalo es, en efecto, algo que no se merece, sino algo que se recibe gratuitamente.

Ser misericordioso es la exigencia intrínseca del martirio; es decir, que el misericordioso no puede no sacrificar o a hacer morir, en él mismo, esa lógica matemática, justiciera y mercantil que no lleva a calcular y a exigir que «si no me das, no te doy» y «si me la haces, me la pagas». Ser mártir exige siempre ser misericordioso, esto es, ofrecer sin deber, dar sin tener que o sin tener por qué. A la luz de esta exigencia martirial, las obras de misericordia trastocan la lógica de la equidad: ¿Por qué quedarme hambriento tan sólo por dar de mi comida? ¿Por qué que quedarme sediento por dar de mi bebida?; ¿por qué perder lo que tengo para que otro tenga? ¿Tengo yo la culpa de que al otro le falte? El mártir, a pesar de ser inocente, aún cuando no tiene culpa, ofrece a su verdugo la paz que a éste le falta. Mientras al mártir le dan muerte, el entrega la vida; mientras a él lo castigan, él regala el perdón.

Quien en una comunidad no es misericordioso, empobrece porque no regala, ni ofrece, sino que acapara. El que no es misericordioso ambiciona, reclama, codicia. El que no es misericordioso no está dispuesto al martirio y, entonces, no cede, arrebata, persigue, castiga, violenta, se convierte en verdugo de su prójimo y asesina la vida fraterna. Recordemos, finalmente a este respecto, la exhortación que nos hace el Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium:

«A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos? Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos, recemos por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!» (EG, nn. 99 -101)

 

Por: Mons. Juan Armando Pérez Talamantes

30 Oct 2015

HELLO! 1

Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia (Heb 4, 16)

En medio de sus apasionados debates y regaños, el llamado “doctor melifluo” me sorprende por la claridad de visión sobre la gracia, escribe:

Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. 

Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no es anuncio profético, sino presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia.

La misericordia de nuestro Dios es Jesús mismo. En Él, entendemos el amor de un padre que, como lo describe Lucas, está siempre por nosotros. Dispuestos a vernos crecer, siendo consciente de que tomaremos distancia para madurar y encontrar senderos que parezcan más apetitosos…, las parábolas de la misericordia en ese evangelio no nos dicen cómo o qué, nos recuerdan la alegría _siempre símbolo del Espíritu en Lucas_, de tener a alguien como Jesucristo de nuestra parte.

Por lo mismo, María, la hermana de Marta, es capaz de retar las expectativas de la gente de su época y como mujer bravía, retadora, se sienta a escuchar a Jesús. El amor de misericordia no es, ni para ella ni para nosotros, un sentimiento endulzado que se compadece de una humanidad empequeñecida o pecadora. La misericordia de Dios fue mostrarse rebelde, apasionado por la causa de la humanidad. Inserto en la historia, en Jesús se descubre una visión novedosa y peligrosa, la de la lógica del servicio. Si en la Eucaristía de Marcos nos topamos con la urgente llamada a “ser cuerpo”, en la escena de la Última Cena de Lucas, nos enamora encontrarnos con el pionero de la auténtica lucha por la humanidad. “Haga esto en recuerdo mío” es una invitación a vivir como Jesús, con la conciencia de ser del Padre. Hagan esto, no puede reducirse a devociones que quieran robarle a Dios favores; ni siquiera con corazones ardientes y agradecidos.

En Jesús, la misericordia obtuvo nombre y apellido; se vuelve concreta y opta no por el orden ‘justo’ y exitoso desde el ángulo humano. La misericordia encarnada suda y sangra para ser congruente con el plan de salud que llamamos Reino. Cuando, en tantas ocasiones, nos sentimos seducidos a pedir al Señor su misericordia, no seamos “como los gentiles”…, su amor está dado, con la concreción y con el doloroso sendero que conduce al servicio _casi esclavo_, hacia los demás…

REFLEXIONA:

1. ¿Me entiendo _no “me siento”, recordemos que los sentimientos están todavía en un nivel un tanto inmaduro_, receptor de ese amor de Dios en Jesús?

2. ¿Mis acciones son las de quien se sabe incondicionalmente amado?, ¿mi pecado me duele a mí antes que a nadie?, ¿el amor de Dios lo veo reflejado en la lógica del Reino?

3. ¿Trato a los demás como el padre amoroso o como el hermano envidioso?, ¿me molesta que los demás “no entiendan”, “no vivan” bajo mis ideales de santidad?