29 Oct 2021

HELLO! 1

Lo absurdo nos rodea envolviendo la existencia como un teatro donde se realiza una interpretación de alguna comedia antigua. Pocas cosas pueden ser vistas con sentido, si se ha prescindido de significado en la existencia. El sentido de vida no tiene que ver con la comprensión de los objetos y de los hechos, sino con un fondo significativo que brinda un contenido profundo tanto a la totalidad de lo real, como a cada una de sus partes.

Este fondo significativo se descubre o se estructura en una experiencia posterior al encuentro con la realidad. Para alcanzarlo, se debe ubicar el origen del que proviene la realidad, y el fin al que tiende en último término. Este proceso es aplicado también al ser humano, único que tiene conciencia de la propia existencia, de modo que el sentido de su vida solo puede ser comprendido al significar la muerte. No refiero aquí solamente a una definición técnica, sino que, en la medida como cada uno sea consciente de su muerte, también será consiente de su vida. Al contrario, quien prefiera olvidar el final de su vida, no puede vivir auténticamente, sino solo en las penumbras de la vida sin-sentido.

A pesar de la tendencia por olvidarnos de la muerte, es indiscutible que el morir es un tema inherente a nuestra naturaleza humana. La angustia por el final de nuestra existencia nos hace preguntarnos si lo que se ha vivido, sentido y hecho tiene alguna importancia. En última instancia ¿qué sentido tiene vivir si en el fin no hay ninguna esperanza? Sin esperanza, solo somos como una cuerda de piano que vibra por un breve momento de tiempo, pero sin importar las circunstancias, dejará de vibrar y quedará en completo silencio. Pero una cuerda no puede angustiarse por su tendencia al silencio como un hombre lo hace por el final inevitable de su vida. Aquí ya hay un atisbo de la semilla de eternidad implantada en el corazón del hombre.

El hecho de darle un sentido a la muerte, aunque sea el sin-sentido, evidencia que en él hay algo más que solo su ser: hay una conciencia de la existencia que anhela que ella misma permanezca sobre el tiempo. La angustia se debe al rechazo de la idea primera sobre la muerte, que siempre tiene un aspecto negativo. Pero la angustia por la muerte indica, no la desesperanza, sino al contrario, el hecho de que tenemos en el interior algo que tiene anhelo de trascender, es decir, tiene esperanza; y ya que solo el que está en potencia de algo puede esperarlo, concluimos que en nuestra constitución como hombres hay una trascendencia incompleta.

La plenitud humana es realizada admirablemente en Jesucristo (GS 22), y el sentido del morir se descubre en la contemplación de la muerte del Hijo de Dios en la cruz. En efecto, la cruz y la muerte resultan escandalosas para cualquiera que quiera simplemente vivir en la tranquilidad de los placeres temporales (1 Cor 1, 23); pero para aquel que quiera alcanzar la plenitud de vida, tiene que experimentar también una muerte plena. Así, para quienes desean tener una vida con el mínimo de preocupaciones, es fácil quedarse en la comodidad y olvidarse de los otros que le necesitan. Qué fácil hubiera sido para Jesús haberse quedado cómodamente en Nazareth con su madre, realizando las faenas cotidianas como hasta entonces; pero la verdadera plenitud de la existencia requiere arriesgar la propia vida en favor de lo más importante, que trasciende a la propia persona.

En conclusión, seguramente quien no entregue su vida en favor de lo que en verdad tiene sentido, padecerá una de las muertes más miserables. Ya decía el salmista: «El hombre opulento no entiende, a las bestias mudas se parece» (Sal 49, 21). La pregunta para cada uno radica en el valor verdadero de lo que realizamos pues, aunque entendemos que hay mayor valor en el amor sobre cualquier bien temporal, en la práctica temo que hemos dejado morir a muchos porque no hemos sido capaces de vivir/morir por los demás.

Sergio Mendoza González
Seminarista | 1ero de Teología