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HELLO! 1
“Cuando Dios creó al hombre, lo creó a su imagen; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). El ser humano es muchas cosas, pero una certeza que nos da nuestra fe es que no somos una casualidad; ni fuimos resultado de un evento por mero accidente, ni nos aventaron a la existencia. Como dice el libro del Génesis, Dios nos creó a su imagen y semejanza, queriendo decir que, al saberse perfecto, nos piensa con este mismo propósito: “Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” (Mt 5, 48).
Para poder acceder a esta plenitud no se tiene que esperar a la muerte, Dios en su infinita sabiduría y como Padre amoroso que es, sabe de la necesidad que tiene el hombre por conocerle para poder así alcanzar su plenitud. Es por esto que Dios nos dio la capacidad de poder encontrarlo en nuestro interior. A diferencia de lo que nos propone el mundo nuestra plenitud no se encuentra en las cosas exteriores. Es sencillo para el ser humano perderse en lo que ve a su alrededor porque nuestros sentidos son lo más próximo que tenemos, sin embargo a veces se vuelve complicado aventurarse a descubrir lo que hay en el interior. No adentrarnos al corazón nos puede hacer caer en el error de creer que lo terreno es lo único existente. Así como un bebé, antes de nacer, cree que el vientre de su madre es lo único que conocerá. Del mismo modo las cosas del mundo se nos presentan como únicas y grandiosas, sin embargo por más atractivas que parezcan se acabarán, son finitas. Mientras que el propósito al que nos llama Dios es infinito.
Esta llamada que nos hace nuestro Padre es primeramente comunitaria y dentro de ella, personal. Dios Padre conoce la comunión ya que Él es comunión con Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Y ya que fuimos creados a su imagen y semejanza, también somos llamados a vivir la comunión. Dentro de este llamado comunitario encontramos nuestra individualidad, donde Dios nos reconoce como seres únicos: “No temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tú eres mío” (Is 43, 1). En esta unicidad, Dios nos pensó con una misión exclusiva; esta vocación para la cual fuimos pensados nos dará nuestra plenitud, nos descubriremos creación e hijos de Dios con una vocación a la cual nos invita, respetando siempre nuestro libre albedrío.
Esta libertad es clave en nuestro llamado. Al habernos entregado el don de la libertad, Dios nunca se contradeciría y nos la quitaría, eso iría en contra de su propia naturaleza, por lo que cuando nos llama siempre lo hace respetando nuestra decisión. Con nuestra respuesta, ejercemos nuestra libertad de elegir, así como muchos lo han hecho de responder o no al llamado que nos hace nuestro Padre, pero es vital enfatizar que nuestra plenitud radica en dicho llamado, nuestra trascendencia a lo terrenal sólo es posible en Dios.
El hombre nunca podrá ser saciado con las cosas materiales, siempre habrá algo en él que le pida más y más, un hambre que nunca acaba ya que se alimenta con cosas pasajeras del mundo. Solamente en Dios; Padre, Hijo y Espíritu Santo es donde podemos ser real y verdaderamente plenos, es Él quién nos ofrece un amor sin fin, una alegría tan grande que ya no habrá mal en el mundo que nos detenga a predicar su Evangelio, y ni el dolor ni la muerte nos podrán callar o detener porque habremos conocido a la Verdad.
Recordemos siempre que fue Dios quien nos amó primero, y su amor fue tan inmenso que nos dio a su Hijo para salvarnos del pecado. Fue Jesucristo nuestro maestro quién nos mostró el amor eterno del Padre, nuestro llamado a permanecer en él y la certeza de que es sólo en Él donde está nuestra alegría completa: “Yo los amo a ustedes como el Padre me ama a mí; permanezcan pues, en el amor que les tengo. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo obedezco los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa” (Jn 15, 9-10).
Andrés Pedro Hurtado Nevárez
Seminarista | 1ero. de Filosofía