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Conforme «la palabra de Dios crecía, el número de discípulos se multiplicaba» (Hch 6, 7a) y la fe se esparcía por las naciones, el pueblo, habiendo escuchado el mensaje y testimonio de Cristo por parte de los Apóstoles y sus discípulos, se vio en la necesidad de contar con más hombres «llenos de Espíritu y de saber» (Hch 6, 3b), que fueran «partícipes de la misión y gracia de Cristo» (LG, 41) y asumieran diversas actividades para el bien de las nacientes comunidades cristianas. Por ello, los Doce decidieron instituir, mediante la oración y la imposición de las manos, a siete hombres capaces de entregar su vida al servicio de los demás. A esos hombres ahora los conocemos como diáconos.
Hoy en día, al igual que las primeras comunidades cristianas, el mundo necesita de personas que dediquen plenamente su vida en darle a conocer el rostro de Jesús misericordioso. El sábado 7 de septiembre, fuimos testigos de un acontecimiento sumamente significativo: cinco hermanos que dieron de nuevo el “sí” a Dios, fueron ordenados diáconos para el servicio de la Iglesia de Monterrey.
En la misa de ordenación, nuestro Arzobispo, Mons. Rogelio Cabrera, dio un emotivo y profundo mensaje sobre la significativa labor que realizan los diáconos en las comunidades en las que les compete participar. Ellos están llamados a ser imagen de Cristo en un mundo tan alejado de él, a ser «puente que une realidades que parecen distantes», a «conectar el evangelio con la vida, el templo con la calle, la mesa de la Eucaristía con la de los pobres», expresó.
Así mismo, exhortó a la comunidad a ser, junto con nuestros hermanos, servidores de los demás, a colaborar en la misión permanente que Cristo nos ha encomendado de llevar esperanza a los pobres, virtud que nos hace orientar nuestras acciones al amor, caminar junto con ellos y así dirigir nuestra mirada anhelando la eternidad que nos tiene preparada.
El Seminario de Monterrey se une a la alegría de nuestros hermanos diáconos, así como a la oración por el ministerio que se les ha encomendado. Pedimos a Nuestra Señora del Roble que interceda por ellos, los cubra con su manto y que Dios nuestro Señor llene de gracia sus corazones, los motive a seguir colaborando en la construcción de su Reino aquí en la tierra, recordando que de su mano «es posible amar, es posible esperar y es posible creer».
Luis Carlos Solís G.
2do. de Filosofía